Creo que solamente en dos ocasiones las elecciones generales dieron una radiografía del país lo más ajustada a la realidad del enfermo. La primera fueron aquellas de junio de 1977, con las que se inauguraba la democracia después de tropecientos años de dictadura, y en unas condiciones que no sabía uno muy bien si es que iba a meter una papeleta en la urna por primera vez o confirmaba que la cosa iba en serio y que posiblemente podría repetir la experiencia. Para la mayoría de la ciudadanía española la cola para votar fue entonces un elemento que ayudó a eliminar el acojone general. Salíamos de cuarenta años, que se dice pronto, donde las urnas se decía estaban para romperlas o para confirmar las genialidades del Caudillo en los intimidatorios referéndums, que tenían que ver con la democracia lo que una pistola con una baraja.
Por segunda vez tengo la impresión de estar contemplando, con esa tranquilidad que otorga un hospital bien equipado, otra radiografía del país. Las elecciones del 20 de diciembre no sólo dejan un poso que evocan los 40 años, sino que han cerrado un ciclo. Si lo de antaño se reducía, nada menos, que a superar la dictadura, lo de ahora ha sido un envite, no entre la izquierda y la derecha, como nos han engañado durante décadas, sino algo novedoso, insólito en nuestra vida política construida por padrinos, corruptores, diputados y senadores vitalicios, funcionarios inamovibles. Por primera vez nos enfrentamos a algo tan sencillo como lo viejo y lo nuevo. Por primera vez, repito, aparece un problema generacional que había estado oculto o taimadamente emboscado durante décadas. Una nueva generación ha exigido paso hacia el poder y está dispuesta a tomarlo a golpe de papeleta.
Ahora viene la radiografía. Lo viejo, derrotado y capitidisminuido, se mantiene, y lo nuevo, arrogante y ambicioso, no alcanza a cambiar la situación. Detengámonos un momento ante el esquema, y observemos a los partidos PP y PSOE, que representan lo viejo y lo corrupto, con apenas variables porque ninguno de estos partidos hizo nada por la ciudadanía que no se hubiera cobrado antes en intereses y beneficios. Prepotencia, corrupción y saqueo. Y reparto. No hay que sorprenderse: para gozar de la impunidad hay que repartir aguinaldos entre la parroquia.
Por más agobiados de deudas, de hipotecas, de miserias varias, una parte mayoritaria del electorado ha preferido ese refrán atroz, reaccionario entre los reaccionarios, que asegura “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. No creo que haya un lema tan brutal y que defina tan bien a esa masa amorfa, pero áspera, que considera el valor, la dignidad, la honradez, como elementos cargados de sospechas. Sobre esta barbaridad supuestamente ideológica hemos construido siglos de miseria y servidumbre.
Estas elecciones las han ganado los perdedores, y los vencedores no están en condiciones de gritar ¡Victoria!
Lo viejo, los partidos ajados ya por un desempeño del poder arrogante y corrupto, se han mantenido con unas pérdidas descomunales en votantes y diputados. Pero siguen ahí, como los reyes del mambo; sin una autocrítica, sin ningún rubor. Son los perdedores que han ganado las elecciones. Y frente a ellos unas generaciones que aún no tienen la fuerza, ni los apoyos necesarios, para dar un vuelco a esta situación. La cautela ha ganado las elecciones, y el entusiasmo ha vencido los augurios, y el boicot y las trampas y el papel siempre sumiso, desde hace medio siglo, de quienes controlan los medios de comunicación. Cabría preguntarse cuándo el miedo se hizo una fuerza real en la ciudadanía española. Quizá hace mucho, pero teniendo en cuenta a dónde les han llevado estos cafres corruptos y desvergonzados, el asunto alcanza categoría de gran problema. ¿Cuándo perderá el miedo al servilismo la sociedad española? Entera, desde Cataluña a Huelva, desde Euskadi a Asturias. Sin excepciones, fuera de las individuales.
La radiografía del país tras estas elecciones está llena de sombras, eso que los médicos especialistas exigen siempre analizar porque no saben a ciencia cierta de qué se trata. El bipartidismo –PP y PSOE- no ha muerto, aunque no quiera reconocer que está en las últimas, pero hay enfermos terminales que duran más que las enfermeras que les cuidan.
Me temo que, por mucha faramalla y audacia y festejo de un PSOE en trance de fisura y liquidación, o un PP con un candidato imperial, cuyo único éxito es el de garantizar que nada va a pasar, porque los registradores de la propiedad tienen por misión dar fe de lo que hay, no de lo que está por venir, vayamos a sufrir después de muchos dimes y diretes una gran coalición que será el final de la escapada. No creo que haya condiciones para ir mucho más allá. No por pesimismo, sino porque los hechos son tozudos y en política no existen los milagros, sino sólo las cosas que no nos atrevemos a asumir.
Estas elecciones las han ganado los perdedores, y los vencedores no están en condiciones de gritar ¡Victoria!