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04 de marzo de 2017

La frontera borrosa

El mundo tecnológico, envolvente y penetrante, difumina cada vez más la frontera entre lo natural y lo artificial, y acaba con la interpretación del cuerpo como confinamiento de nuestra naturaleza.  

Antonio Rodríguez de las Heras

Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología

@ARdelasH
www.ardelash.es
#Sociedad red
 
`Smartphone´
`Smartphone´
Pixabay

Los humanos no solo sentimos que reposamos sobre la superficie de la Tierra, sino que el planeta nos contiene. La atmósfera hace de fina piel que nos envuelve y marca un dentro y un fuera. Hablamos de las entrañas de la Tierra como si se tratara de un cuerpo, y la piel es tan definitiva como frontera y cierre que hace que aquello que está más allá resulte ajeno. Perturba, aunque también fascine, pretender salir de este confinamiento, pues es ir a otros mundos; e igual alteración provoca si entra algo del exterior.

El cuerpo es también nuestro planeta particular. En él estamos confinados… o así lo creemos, pues hay una incesante extraversión de aquello que entendemos que es natural, propio de nuestra naturaleza humana, en creaciones artificiales que reproducen y amplifican lo que está en nosotros.

 
 
 
 
Sigue de alguna manera abierto el conflicto entre natural y artificial

El golpe del puño se recrea y amplifica en una bifaz. La capacidad de carga y velocidad de desplazamiento se amplifican con la rueda y todos los ingenios que la propulsan. El telar mecánico ha potenciado la habilidad del artesano tejedor y muchas otras destrezas tienen hoy sus correspondientes automatizaciones. La escritura, la imprenta, la Red... multiplican la memoria natural, como el teléfono o la radio hacen que nuestra voz alcance distancias imposibles aun para el grito. La inteligencia artificial, la robotización… Una impresionante extraversión en artefactos desde el primer tallado de una piedra.

En sentido contrario hay un flujo de introducción de lo artificial en nuestro cuerpo. La tinta de los tatuajes -presente en tantas culturas-, y las perforaciones de los cartílagos; la ingestión de fármacos; la fecundación in vitro, los implantes, trasplantes, células madre, la ingeniería genética… hasta llegar a los nanorrobots que circulen por nuestro cuerpo para atacar la enfermedad.

Pese a esta apabullante presencia de lo artificial, y ser obra nuestra como incansables hacedores de artefactos, sigue de alguna manera abierto el conflicto entre natural y artificial. Se mantiene la consideración de que nuestra identidad se resguarda en lo natural y que lo artificial, si bien necesario, puede alterarla.

 
 
 
 
Todo artefacto amplifica aquello que hacemos de forma natural, por tanto, cada aparato es como una palanca con la que remover… el mundo

Con frecuencia interpretamos la extraversión como vaciamiento, como pérdida por derrame de lo natural que llevamos, y su sustitución por un artefacto. Cuando, si nos fijamos bien, lo que sucede es que se dan así las condiciones para que emerjan otras capacidades humanas que se encontraban sofocadas por tareas, atenciones, que ahora están transferidas a ingenios. De igual modo, las máquinas, por ser amplificación de una acción humana, nos desplazan -no sin daño en ocasiones- de tareas que hasta entonces realizábamos sin estas invenciones; pero no significa necesariamente que nos arrumben, pues este desplazamiento nos abre la visión de otros territorios para la actividad y la posibilidad de “humanizarlos”.

No hay que olvidar que todo artefacto amplifica aquello que hacemos de forma natural, por tanto, cada aparato es como una palanca con la que remover… el mundo. Y construimos cada vez más asombrosas y poderosas palancas; de ahí que sea imprescindible cuidar de quienes sujetan el extremo, de que no se pierda de vista que las manos de los poderes querrán hacerse con esa empuñadura de la palanca. Así que cualquier resistencia ante esta apropiación tendrá que esforzarse en poner también su mano. Nada más negativo que desentenderse de este forcejeo, de no conocer cómo funcionan esas palancas y confiar en que la resistencia está en el desprecio. El mundo entonces rodará a impulsos de quienes no han dejado de sujetar con firmeza la palanca y de decidir su punto de apoyo.

El uso de la tecnología hoy se convierte en una responsabilidad individual y colectiva con el mundo que tenemos y el que queremos. A la vez percibimos que esa tecnología entra en nosotros y nos hace seres protéticos. Pero también nos hacemos seres extrovertidos al extendernos fuera de nosotros con un ecosistema artificial más y más denso. Estos flujos contrarios e incesantes van diluyendo la frontera de nuestra naturaleza humana confinada en un cuerpo.

 

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