Siempre ha sido tentador recurrir a la imagen de una ciudad para dar forma a ideas, conceptos, y planteamientos abstractos. La ciudad, igual que la isla, se ofrecen como mundos abarcables, como fractales del mundo envolvente en el que estamos inmersos. Es como disponer de un juego de construcción que permite a la imaginación componer con sus piezas una maqueta y hacer ver aquello abstracto que se desea comunicar. Las utopías y distopías de todos los tiempos han recurrido a estos escenarios para que tengan lugar en ellos lo virtual de un mundo posible.
Y un ejemplo asombroso y bello, de referencias inagotables, son Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Las ideas más agudas sobre nuestra existencia y nuestra naturaleza se hacen ver como ciudades oníricas.
La ciudad, igual que la isla, se ofrecen como mundos abarcables, como fractales del mundo envolvente en el que estamos inmersos
Para el propósito de este artículo he imaginado una ciudad en la que todos sus edificios son cubos negros de cristal, y que no tiene calles: los edificios están dispersos sin orden ni concierto. En su centro no se levanta ninguna construcción oficial ni plaza pública ni monumento conmemorativo, sino que se encuentra instalado el basurero. Un edificio también cúbico, pero el más grande de la ciudad, con un interior lleno de interminables estanterías conteniendo infinidad de polvorientos objetos inservibles. En un extremo de la ciudad despunta lo que sus habitantes llaman el bosque de los estilitas: un conjunto de altas columnas de hormigón rematadas cada una de ellas por el airoso disco de una vivienda circular. Pero la obra arquitectónica más grandiosa pasa, sin embargo, casi desapercibida, porque es una gigantesca cúpula transparente que cubre toda la ciudad. Una magna obra ingenieril que consigue que el aire se mantenga limpio y sano, ya que expulsa la contaminación y recicla el aire. Solo desplazándose a los confines de la ciudad el horizonte se enturbia y espesa por los vertidos. Aunque no impide descubrir entonces borrosamente a los numerosos pobladores que viven fuera de ella.
¿Vivimos hoy en esta ciudad-mundo?
Nos movemos por la ciudad como lo hacemos por este mundo tecnológico: rodeados de cajas negras. Los artefactos, simples o sofisticados, que acondicionan nuestras vidas se nos presentan todos ellos como cajas negras, herméticos: los usamos, pero somos completamente ignorantes acerca de su fundamento, del conocimiento acumulado que contiene hasta el más sencillo de los objetos. Unas nuevas formas de ignorancia se crean por esta opacidad esplendorosa en una sociedad tecnológica que se llama de la información y que pretende ser sociedad del conocimiento. Y la ignorancia fácilmente se infecta con pseudociencia, supersticiones, resistencias y temores infundados, embaucamientos… Curiosos edificios que dejan fuera a sus habitantes. Aunque no se puede decir que los echen a la calle, pues en esta ciudad no hay calles.
La ignorancia fácilmente se infecta con pseudociencia, supersticiones, resistencias y temores infundados, embaucamientos…
Las calles son los hilos de memoria de las ciudades, y esta no los tiene. Así que sus urbanitas sufren una incertidumbre laberíntica. Vivir en esta ciudad supone soportar (mejor o peor) la incertidumbre que tanta zozobra produce a cerebros instruidos para las certezas. Ya no hay un pasado cierto que recoger y reinterpretar para saber vivir el presente sino un futuro incierto que construir sin planos. El cambio constante y la crisis -no como una perturbación que sobreviene, sino como forma de instalarse en el mundo- llevan a vivir la incertidumbre con una intensidad y presencia que nunca el ser humano la había sentido.
Y en esta ciudad se tiran las cosas antes de que se desgasten o se rompan, porque les afecta pronto la enfermedad de la obsolescencia. Sus usuarios tienen que abandonarlas prestos -de ahí el gran basurero en el centro de la urbe- ya que la obsolescencia es contagiosa y si bien comienza en los objetos se transfiere con facilidad a sus usuarios. La innovación constante, que caracteriza esta sociedad tecnológica, provoca este fenómeno de la obsolescencia, de la aparición de la disfunción sin que haya deterioro previo (obsolescencia a la que hay que sumar la interesada y programada por la sociedad de consumo).
Los estilitas utilizan los medios tecnológicos -la Red como un espacio sin lugares, sin distancias y sin demoras- para vivir de otra manera
Poco a poco una parte de la población ha comenzado a migrar al bosque de majestuosas columnas que se levantan en un lugar extremo de la ciudad. Un desplazamiento interno, pero muy significativo de profundas transformaciones que aguardan a este mundo. Viven de otra manera al resto de los urbanitas. De hecho no son urbanitas pues apenas bajan a la ciudad. Por eso se llaman estilitas. Utilizan los medios tecnológicos -la Red como un espacio sin lugares, sin distancias y sin demoras- para vivir de otra manera. Son artesanos digitales poseedores de sus instrumentos de trabajo, de su tiempo (no tienen horarios) y de su espacio (ni lugar externo de trabajo); han reinterpretado con ayuda de la tecnología el hogar de antaño teniendo como centro una estancia principal, colectiva y multifuncional, y conseguir así armonizar proximidad e intimidad; practican el arte de la conversación (digital) y manejan eficazmente una oralidad no necesariamente basada en la palabra hablada (multimedia); son defensores de la educación no sistematizada para sus hijos; confían en que el trabajo es una etapa superable de la evolución humana gracias a la robotización y que el ocio, si no lo desvirtúa el entretenimiento, humanizará la vida y la hará mucho más creativa; creen en la fuerza transformadora (a todos los niveles) de lo pequeño y abierto que posibilita la Red y en el potencial de la capacidad de asociación y diversidad basada en la afinidad in rete y no en la proximidad in situ...
La cúpula es la más expresiva manifestación del sistema económico-religioso que impera en la ciudad. Todo lo ve (y así lo inculca en sus creyentes) como potenciales nichos de negocios, de los que hay que extraer sus bienes, y una vez esquilmado el nicho buscar otro. Y así (se hace creer) sin fin. La cúpula es, además de una obra de ingeniería, un monumento aleccionador y de confianza para la población: el sistema esquilma y contamina, sí, pero en vez de hundirse con el entorno que degrada y agota encuentra a continuación otro nicho de negocio en regenerarlo.
Y ya en el borde, extramuros, se comprueba que toda la ciudad está asentada sobre la orografía de la desigualdad.