Francis Bacon escribió en 1627 Nueva Atlántida. La utopía de una isla con una sociedad admirable. En ella había un territorio especial y apartado que era la sede de la Casa de Salomón. Una fundación dedicada al “conocimiento de las causas y movimientos secretos de las cosas, así como la ampliación de los límites del imperio humano para hacer posibles todas las cosas”. Allí vivían los sabios investigadores e ingeniosos inventores. La relación de desarrollos técnicos que conseguía esta comunidad nos deja sorprendidos, pues con palabras de aquella época se describía un gran número de artefactos que hoy la tecnología ha desarrollado: submarinos, aviones, láser, teléfono, realidad virtual, nuevos materiales, simuladores, medicinas… Pero al margen de la capacidad visionaria, y ya científica, de Bacon hay en la narración un detalle especialmente significativo para el tiempo que estamos viviendo. Y es que los sabios celebraban “consultas para acordar cuáles son las invenciones y experiencias descubiertas que se han de dar a conocer, y cuáles no”. Es más, una de sus figuras más elevadas de esta exquisita comunidad de estudiosos y creadores decía: “realizamos determinados circuitos o visitas a las principales ciudades del reino, en las que damos a conocer, según juzgamos conveniente, las más nuevas y provechosas invenciones”.
Así que el conocimiento pertenecía -por inasequible para el resto de los utópicos atlantes- a quienes estaban en la Casa de Salomón. Solo parte de ese conocimiento se vertía a discreción de los moradores de la Casa en forma de utilidades que mejoraban la calidad de vida de todos los habitantes de la isla.
Paralelismos
¿Está tan alejada esta Nueva Atlántida de la sociedad en la que vivimos actualmente? ¿No hay también una Casa de Salomón donde trabaja la ciencia y la tecnología y a la que no accede la mayoría, pero sí recibe los beneficios de artefactos que cambian sus condiciones de vida? Esa mayoría no participa de los conocimientos profundos que los hacen posible, es gente que no entiende la babel de los lenguajes que hablan los científicos, y muchos de los conocimientos fascinantes de la Naturaleza que van desvelando quedan, sin embargo, totalmente ajenos para el resto.
¿Por qué este alejamiento aun viviendo en la misma isla? ¿El papel entonces de la gente es ser usuaria, igual que practicante de ritos y normas era el requerido a la gente piadosa que no alcanzaba a entender las verdades elevadas de los discursos teológicos cuando la religión conformaba la sociedad?
Si repasamos los estudios que programa el sistema educativo, constatamos los temas interesantísimos del conocimiento actual del ser humano que están ausentes
Si repasamos los estudios que programa el sistema educativo, constatamos los temas interesantísimos del conocimiento actual del ser humano que están ausentes o resueltos con unas pocas pinceladas. Porque es una educación orientada a instalar operarios en el sistema económico, más que abrir mentes al mundo fascinante que la ciencia está desvelando y, en consecuencia, vivir más intensamente (y no solo más productivamente) en este mundo. Pero es que se ha impuesto, y se acepta sin rechistar, que hay que estrechar las miras (especialización) para profundizar, ya que, se dice, la contemplación del paisaje que tenemos delante resulta cuanto más amplia más superficial. Así que para ser eficiente hay que bajar la cabeza, fijarse en lo que se tiene próximo, y dejar de derramar la vista por el horizonte. Esto se funda en el presupuesto de que como el mundo es tan amplio no queda otro remedio que parcelarlo para abarcar (y vallar) al menos una pequeña porción. Sin embargo, la solución ante este mundo inabarcable no es parcelarlo sino recorrerlo, pues por pequeña que sea la parcela no se podrá cerrar. Viajeros y no sedentarios.
La cultura que ya reclama este siglo
No es cuestión, evidentemente, de conocer la ciencia y la técnica como cada especialista domina su porción de saber. Sino de que en el siglo XXI haya una cultura científica y tecnológica. Es decir, que nuevos narradores (creadores de mundos paralelos) nos cuenten este mundo en el que estamos, para que tirando de los hilos de sus narraciones se vaya despejando y nos cautive lo que ahora nos confunde y desmotiva por inextricable. Una actividad cultural más allá, por insistente y extensa, de la tarea loable e imprescindible de la divulgación científica.
No aceptar, por tanto, que solo hay que aprender a vallar el mundo y dejarse llevar por narradores a recorrer el asombroso e inabarcable mundo. Así se hará la cultura que ya reclama este siglo.
Una muestra de esto es cómo hoy se viven las transformaciones que trae la Red
Estas formas de ignorancia en una sociedad que aspira a llamarse sociedad del conocimiento crea, como toda ignorancia, condiciones para ser presa de miedos y de una indefensión ante las manipulaciones. Una muestra de esto es cómo hoy se viven las transformaciones que trae la Red: nos encontramos reducidos e impelidos a ser fervientes usuarios sin más, asaltados a la vez por constantes temores, agrandados o inventados y casi siempre manipulados, y confundidos por trivializaciones interesadas que hacen la función de espuma que impide ver el fondo profundo del fenómeno. Detrás de cada una de estas tensiones hay intereses concretos, económicos, políticos, ideológicos, para los que el desconocimiento de los “conectados”, pero solo usuarios, juega a su favor.