Nos hemos acostumbrado a que casi ningún universitario acentúe las mayúsculas. A leer en un Whatsapp de adolescentes “te *hecho de menos”, con esa hache que demuestra que nada se sabe de gramática aquí. A que la prensa nacional anule el ordinal cuadragésimo y titule “40 aniversario de la democracia”, una barbaridad equivalente a decir “El dos aniversario de…” en el caso del segundo año. Sencillamente, hemos anulado todo requerimiento lingüístico de calidad, incluso en la enseñanza. Uno de los tipos que me he topado en Twitter defendiendo que no debemos ser exigentes con la ortografía escribe *educacion sin tilde en su biografía y es precisamente inspector de Educación. Pero el respeto a las normas gramaticales garantiza que nos entendamos y la ortografía solo es un conjunto de reglas de convivencia. Mala cosa es que nos la tomemos a chunga.
Antes utilizábamos los libros y los diarios como modelo de escritura. Hoy, yo colecciono libros con faltas impresas y los correctores profesionales han sido despedidos de los periódicos. En sus páginas podemos leer cualquier error ortográfico. Mucho peor: podemos encontrar a cualquier imbécil que redacta “hoja de ruta” en lugar de estrategia, “choque de trenes” en vez de conflicto o “líneas rojas” en vez de límites.
El control de calidad sobre lo hablado y escrito ha desaparecido y ha arraigado la convicción de que cualquiera puede ser escritor profesional
Legiones de comunicadores profesionales que no entienden que su trabajo consiste en ser críticos y transcriben literalmente las sandeces que dicen los políticos. El lenguaje, convertido en moda. Pero mucho peor es que el noventa por ciento de los redactores practique el copia y pega. Las máquinas de escribir nos obligaban a teclear cuando fusilábamos textos y haciéndolo encontrábamos errores que eliminábamos, pero que ahora perpetuamos copiando con un simple clic. Los correctores ortográficos de ordenador hacen que nos relajemos y, además, están mal programados. Aunque son programas informáticos, cometen muchos errores también: por ejemplo, ignoran sistemáticamente los cultismos y los transforman en otras palabras.
El lenguaje cotiza a la baja en nuestra sociedad y lo mismo ocurre con la cultura y con la misma inteligencia. Hay políticos que han convertido en deporte y estrategia la sandez de decir “compañeros y compañeras”, alargando las frases y haciéndolas más farragosas. El control de calidad sobre lo hablado y escrito ha desaparecido y ha arraigado la convicción de que cualquiera puede ser escritor profesional. Todo el que aparece en televisión puede publicar un libro apoyándose en la notoriedad de la pantalla, mientras que grandes escritores pueden permanecer inéditos. En general, el telespectador es un coprófago que jamás apaga el televisor. Se limita a sintonizar lo menos malo con un mando a distancia y se traga lo que le echen, incluso los detritos.
En Internet hay montañas de información, pero muy poco conocimiento
Es cierto que muchos radioyentes todavía son críticos y buscan lo sublime. En cuanto a Internet, Umberto Eco denunció lo que llamó “la invasión de los imbéciles”: la irrupción en la esfera pública de “legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad”. Él no entendía que estos ciudadanos pudieran tener el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Si le llevamos la contraria al genio hemos de admitir que ese derecho existe. Así, estableceremos una igualdad entre emisores tan forzada como casi todas nuestras igualdades. Acabaremos leyendo solo sandeces y tendremos en los textos el equivalente impreso a la telebasura, proceso del que muchas editoriales son ya una muestra sólida y actual. Pero quizá nos encontremos ante un cambio mucho más radical, tanto que podría estar marcando el principio de una nueva etapa en la historia de la especie humana… de la *raza humana, como malhadadamente escriben ahora muchos periodistas como si solo hubiera una raza.
Casi nadie lee y casi nadie escucha a los sabios, con lo que el camino hacia las fuentes del conocimiento se está bloqueando. En Internet hay montañas de información, pero muy poco conocimiento. Es como si hubiera toneladas de pólvora, pero no casquillos para envasarla en balas, en forma de munición útil. Los diarios de papel venden en kiosco un número de ejemplares testimonial. Estén en proceso de renovación o en un trance peor, no pueden seguir acumulando deuda. Esto no quiere decir que los nuevos digitales vivan una época dorada: o se renuevan ya en busca de rentabilidad o, sencillamente, muchos no serán viables. Todavía resulta difícil tomar distancia para valorar un proceso tan longevo, pero puede que estemos asistiendo al final de la cultura del texto. Que estemos viviendo la liquidación de un ciclo de casi dos mil cuatrocientos años que habría empezado con Fedro. Un diálogo de Platón del año 370 antes de Cristo que defendía la retórica, un arte que ya no dominan nuestros diputados, y también la herramienta de la escritura como soporte de la memoria.